Cuando era niño mi familia se mudó a una
casa vieja y enorme de dos pisos, con espaciosos cuartos vacíos y
tablones que rechinaban. Mis padres trabajaban, así que usualmente me
quedaba solo al venir de la escuela. Un día que llegaba un poco tarde,
la casa todavía estaba oscura. «¿Mamá?», llamé, y la escuché decir con
voz cantarina «¿Siiiiiií?» desde el piso de arriba. La llamé de nuevo
mientras subía las escaleras para ver en qué habitación se encontraba, y
de nuevo me respondió con un «¿Siiiiiií?».
Estábamos redecorando para ese tiempo, y
no sabía ubicarme entre ese laberinto de habitaciones, pero ella estaba
en una de las más alejadas, al final del pasillo. Me sentí intranquilo,
pero supuse que era normal y me dirigí a ver a mi madre, sabiendo que su
cercanía apaciguaría mis miedos. Justo cuando tomé la perilla para
entrar en la habitación, escuché la puerta principal abrirse y a mi mamá
decir, «Cariño, ¿estás en casa?» con una voz alegre. Di un salto hacia
atrás, sobresaltado, y corrí hacia las escaleras para ir con ella; pero
cuando volteé desde los primeros escalones, la puerta de esa habitación
se abrió lentamente haciendo un quejido. Por un breve instante, pude ver
algo ahí adentro. No sé lo que era, pero me estaba mirando.
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